lunes, 7 de febrero de 2011

Las raíces setenteras del terrorismo

Sendero Luminoso

UNA TRÍADA INFERNAL
Las raíces setenteras del terrorismo

Fernando Díaz Villanueva


La de los setenta fue una de las décadas más lamentables de todo el siglo XX. Occidente terminó pagando los excesos en que había incurrido desde el final de la Guerra Mundial. Excesos de todo tipo: políticos, ideológicos, académicos y, especialmente, económicos
Fue una década de crisis en casi todo. La economía se despeñó, el dólar dejó de convertirse en oro, el paro se disparó por primera vez en cuarenta años y apareció el temido coco de la inflación.
La economía era sólo un síntoma de algo mucho más profundo. El mundo libre había dejado de creer en sí mismo. Habían pasado sólo treinta años desde el final de la Guerra Mundial. El gran vencedor de la conferencia de Potsdam y de la rendición del Missouri fue el capitalismo americano, que se tomó como modelo en el resto del mundo durante dos generaciones.

Ni siquiera la excepción soviética empañaba el éxito de los herederos de Jefferson. A mediados de los 60 el mundo era Estados Unidos. Punto. Dos tercios del PIB mundial se generaban dentro de sus fronteras, y cerca del 75% de las multinacionales eran norteamericanas. Los ejércitos americanos se paseaban por medio mundo, y los océanos eran de la US Navy, que en 1946 tenía listos para el combate unos 6.000 barcos de guerra de todos los tipos, incluidos 100 portaaviones y 700 destructores.
No ha existido en toda la historia de la humanidad un hegemón con tanto poder e influencia como el Estados Unidos de entre 1945 y 1970. La cultura yanqui era omnipresente, a través del cine y de la música popular. El planeta se reflejaba en Hollywood, Wall Street y Washington.
Semejante éxito no podía salirle gratis. A partir de finales de los 60 reapareció con extraordinaria virulencia un viejo fenómeno, el del terrorismo, aunque, por primera vez, a escala mundial y con un único enemigo.

El terrorismo de los setenta tenía un común denominador marxista y antiamericano. Podría pensarse que detrás de esa miríada de grupúsculos se escondía la URSS, obsesionada con desestabilizar Occidente. Algo de conspiración en la sombra había, pero sería demasiado simplista reducir el fenómeno a eso.

En los años setenta confluyeron tres tradiciones terroristas, a cuál más letal, equipadas con elementos marxistas y estructuralistas genuinamente parisinos y, en algunos casos, ideologemas de la nueva era que producían a granel las universidades californianas. La primera era la islámica, que hundía sus raíces en la Edad Media, en la secta religiosa de los Hashashin, o Asesinos. De ella bebieron los palestinos de la OLP. La incapacidad que mostraron los países árabes en el terreno militar para adueñarse por las malas de Israel llevó a los ulemas de las mezquitas a predicar la guerra santa contra el infiel, personificado en los judíos y, algo más lejanamente, en el hombre blanco de Norteamérica. La OLP fue la primera y mejor armada de todas las bandas terroristas de aquella época. Sirvió de modelo y de universidad para todos los contestatarios que en el mundo desarrollado (y en el subdesarrollado) se echaron al monte con el kalashnikov al hombro.
La tradición islámica enlazaba con la alemana de intelectualiza-ción de la violencia, convertida en vehículo necesario para cambiar el mundo y adaptarlo a la Idea. Fue la peor derivación práctica del romanticismo alemán después del nazismo. Nuestra ETA, por ejemplo, se adapta como un guante a esta variedad de terror, que ve en la violencia un imperativo moral.


ETA: atentado a casa-cuartel Guardia Civil. Vic, Barcelona

La vía alemana al terrorismo arraigó con singular fuerza en los países subdesarrollados, sobre todo en Hispanoamérica, convertida en meca del terrorismo bajo la forma de guerrillas supuestamente populares. Gracias a los buenos oficios de los profesores de la Sorbona, la lucha de clases se transformó de un día para otro en el conflicto Norte-Sur, donde el Norte ejercía el papel de burgués explotador y el Sur el de obrero explotado. La atracción que una teoría tan falaz ejerció sobre la juventud criolla de la época fue grandísima. El que menos asumía que era cierta, el que más se metía en una guerrilla y se ponía a pegar tiros en nombre de no se sabe bien qué imperdonable ofensa de los señores de Washington a los pobres del continente.

ERP: su séptimo y último ataque al Ejército Argentino


El terrorismo intelectualizado de raigambre alemana tuvo en Francia sus mejores propagandistas. Allí fue donde se inventó la memez esa del "Tercer Mundo". Como no podía ser de otra manera, se le ocurrió a un académico, el sociólogo Alfred Sauvy. Si antes de la Revolución Francesa había tres estados, necesariamente enfrentados, en estos días habría tres mundos, que de un modo u otro habrían de chocar. El bueno, el noble, el heroico, era el tercero, a cuya costa vivía el primero, saqueando descaradamente sus riquezas.

De París salió también lo del "Norte" y el "Sur". El Norte, intrínsecamente perverso, blanco y capitalista, expoliaba sistemáticamente al Sur, bondadoso como el buen salvaje rousseauniano, de color y comunitarista. Había que devolver al Sur lo que en justicia le correspondía. Unos, en la ONU, lo intentaron por las buenas. Otros, en la Selva Lacandona, por ejemplo, por la malas. Ser terrorista no era algo malo. Se trataba no tanto de quitarle al rico para darle al pobre como de eliminar directamente al rico para que prevaleciese una especie de justicia cósmica.

El terrorismo que desde entonces azota Occidente tiene, pues, raíces y motivaciones básicamente occidentales, fruto de la muy indigesta empanada mental de los setenta. En aquella década se dio, además, la circunstancia de que en buena parte del mundo imperaban regímenes comunistas, a los que les venía de perlas que sus enemigos tuviesen problemas en casa. Alejaban así los inquisidores ojos de los defensores de los derechos humanos de sus campos de trabajos forzados con un atractivo señuelo.
Tanto la URSS y sus satélites como la China popular fomentaron el terrorismo todo lo que pudieron. A fin de cuentas, no tenían nada que temer. Los terroristas nunca cometerían atrocidades en un país socialista, y si lo hacían no vivirían para repetir la hazaña. El otro lado del telón de acero se convirtió en campo de entrenamiento y privilegiado santuario. Un lugar cálido y acogedor, no muy diferente de lo que representan Cuba y Venezuela para ETA.

Los comunistas soviéticos, que habían practicado el terrorismo antes de la revolución, se solidarizaron con la infame soldadesca anti-imperialista. El bloque del Este entrenó y financió a multitud de bandas terroristas. La Stasi germano-oriental, por ejemplo, dio apoyo y cobertura a los asesinos de la Baader-Meinhof. Los detalles se conocieron veinte años después, cuando se abrieron los archivos de la Normannenstrasse, pero en el Oeste lo sospechaban. Tal vez por eso a sus cabecillas los suicidaron en la prisión de Stuttgart. Alemania Federal, partida en dos por una alambrada de tres metros de altura custodiada por hombres armados, no se podía permitir el lujo de ceder un palmo de terreno.


Baader-Meinhof: atentado a base de la U.S. Air Force


Estados Unidos, por el contrario, los dejó entrar hasta la cocina. Fue allí donde nació la que posiblemente sea la banda terrorista más desconcertante del siglo XX: el Ejército Simbiótico de Liberación. Se trataba de un grupo de auténticos tarados –de extrema izquierda, naturalmente–, que escogió como emblema una cobra de siete cabezas sobre fondo rojo. Los simbióticos lo juntaron todo. Tomando como base el pensamiento de Marcuse, lo enriquecieron con todas las causas perdidas que por entonces estaban de moda: la de los negros, la de los indios americanos, la de las guerrillas andinas, la de los palestinos... Hicieron poco daño porque eran tan extremadamente anormales que sus desvaríos eran un plato demasiado pesado hasta para los estudiantes más fanáticos y entregados de Berkeley. Fueron, en definitiva, el símbolo de una década perfectamente olvidable, pero cuyos efectos aún padecemos.

15.12.2010
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miércoles, 2 de febrero de 2011

El "atrasismo" revolucionario

Horacio Vázquez-Rial


En los primeros años sesenta tuvo lugar la revolución cultural china. Sobrevino tras el fracaso de la que Mao, con su habitual creatividad para las consignas, había llamado "el gran salto adelante", pero que tuvo la forma terrible de un gran salto atrás. Fue el primer gran estallido de atrasismo en lo ideológico y en lo práctico.

El Gran Salto Adelante había sido, en los años cincuenta, una campaña de industrialización forzosa que había culminado en la muerte por inanición de millones de personas. La respuesta a tal esperpento ideológico fue la llamada Revolución Cultural, en la que se pretendía acabar con los "cuatro viejos": las costumbres, los hábitos, la cultura y los modos de pensar. Naturalmente, ninguno de esos elementos que combatir era viejo. Los chinos eran chinos, tenían sus costumbres, una cultura, unos estilos de pensamiento. Que no eran "milenarios", como suelen decir los desinformados cuando hablan de Asia, sino resultado de procesos milenarios de adaptación, para la supervivencia, a formas de control y explotación siempre brutales e injustas.

Desmontar ese legado, la única forma de defensa con la que contaba una población que llevaba siglos y siglos debatiéndose entre la esclavitud y la servidumbre, era la manera más eficaz de desarmarla ante el maoísmo, que era la prolongación exacerbada del régimen de emperadores y mandarines, del mismo modo en que el estalinismo era la culminación delirante de la autocracia zarista. Había que liquidar hasta el último resto de esa modestísima tradición de resistencia que preservaba la condición humana de los súbditos. Costumbres, hábitos, estilos de pensamiento se resumían en el término cultura.

Había que acabar con ella. Entre 1966 y 1968, cuando Mao y Chou En Lai comprendieron que su propia revolución comunista estaba al borde del colapso y ordenaron al ejército la represión generalizada, los Guardias Rojos, con sus comités revolucionarios, encargados de castigar "capitalistas" y "revisionistas" –es decir, cualquiera que les pareciera–, camparon por sus respetos por todo el país, paralizando la instrucción pública y sembrando de cadáveres el territorio. Pero el mal estaba hecho. La conciencia china había retrocedido siglos, y habría que esperar más de veinte años para que la revuelta de Tiananmen se mostrara como un signo de recuperación.

Entre una fecha y otra, entre 1975 y 1979, tuvo el poder en Camboya el célebre asesino Pol Pot, el modelo más perfecto de líder atrasista. Al menos los chinos habían pergeñado en el Gran Salto Adelante un intento industrializador. Pol Pot decidió recorrer el camino inverso, en la historia camboyana y en la universal: invirtió el proceso de emigración del campo a la ciudad enviando a la población urbana a formar parte del campesinado, que ya era uno de los más pobres del mundo. Para ello, eliminó a los "elementos burgueses" de la sociedad: los intelectuales y su parafernalia literaria y artística.


Unas doscientas mil personas fueron ejecutadas por los jemeres rojos, pero el hambre y las enfermedades desatendidas acabaron con otro millón, y trescientas mil más perecieron en campos de trabajo. Junto a ese millón y medio de seres humanos, un veinte por ciento de la población total, fueron quemados cientos de miles de libros, discos, cuadros y películas, y destrozados miles de máquinas de escribir, esculturas, salas de exposición, de cine y de teatro. La percepción que Pol Pot tenía de la modernidad era precisa y acabó sistemáticamente con todas sus manifestaciones, materiales y personales. Curiosamente, fue la invasión vietnamita lo que frenó la locura polpotiana. Pero el mal estaba hecho.

Y el mal ideológico también, porque no importó en absoluto a los dirigentes revolucionarios de otras partes del mundo el terrible saldo de chinos y camboyanos borrados para siempre de la faz de la tierra: los alentó, en cambio, a promover el atrasismo en otras formas.

Yo mismo soy testigo de un proceso que se dio en llamar "de proletarización" de los militantes, promovido sobre todo por la organizaciones armadas de América Latina, pero también en algunas tendencias del catolicismo en aquella parte del mundo. Me recordó la cuestión ayer mi amigo Pablo Odell, que pertenece a la generación siguiente: fue él quien me dio el hilo de este artículo, a la vez que me explicaba el fenómeno diciendo que lo que se procuraba al convertir en obreros a individuos preparados para otras tareas, en vez de atraer a las masas hacia las élites, era llevar las élites hacia las masas, diluyendo a las primeras en la últimas.
Por si algún lector ignora lo que fue aquello, le cuento que casi todos los movimientos políticos de los setenta, en general de obediencia cubana, invitaban a sus profesionales, intelectuales, artistas –lo que el PC llamaba "fuerzas de la cultura"– a proletarizarse, es decir, a irse a trabajar a las fábricas, a identificarse con la clase llamada a ser guía del mundo. He visto ingenieros, químicos, abogados –que habían ocultado su currículum al proponerse para su puesto–, voluntariamente sumados al escalón más bajo de la producción.

Eso fueron, a su modo, los curas obreros de finales de los sesenta y principios de los setenta, avanzadilla del atrasismo proletarizador, al que se sumarían encantados, cinco o diez años más tarde, los teólogos de la liberación, que ni hacían teología ni ayudaban a otra liberación que la propuesta por Cuba. El resultado final, desde luego, no era la proletarización, sino la lumpenización de las vanguardias. Atrasismo en estado puro. Todavía está por desentrañar el papel, sin duda trascendente, de la Teología de la Liberación en la promoción de los movimientos indigenistas, atrasistas por definición, más preocupados por su pasado que por su futuro, como anoté en un artículo anterior sobre este mismo asunto. (1)

Había en el fondo de estas propuestas un desconocimiento, también voluntario, de las experiencias revolucionarias precedentes, que habían sido hijas de una minoría abocada al golpe de estado, como la rusa, o habían sido preponderantemente campesinas, como la china. La escritura marxista preconizaba el protagonismo del proletariado y allí permanecía, inmune a toda experiencia. Toda revolución, como cualquier otro proceso histórico, es en lo esencial un relato, y todo relato es, a su modo, una profecía sobre el pasado. Miserias de lo teleológico, de la fe en que la historia tiene un final.
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(1)
http://termidorianos.blogspot.com/2010/11/el-atrasismo.html