lunes, 22 de abril de 2013

Rebelión en el GULAG

Prisioneros tendiendo vías en el Círculo Polar Ártico



Fernando Díaz Villanueva

En la larga y criminal historia del G.U.L.A.G. (Dirección General de Campos de Trabajo) sólo se produjo un gran motín, que además fracasó: únicamente sobrevivieron, y por poco tiempo, 19 de sus más de 100 protagonistas. Tuvo lugar en 1942, en Lesoreid, un subcampo del terrorífico complejo de trabajo esclavo de Vorkutá, durante los meses en que el Ejército Rojo se batía en retirada por el avance alemán. La Wehrmacht nunca llegó hasta allí, pero un grupo de prisioneros, alentados por esa posibilidad, se lió la manta a la cabeza y se rebeló contra sus carceleros.

Se la conoce como la rebelión de Ust-Usa, por el pequeño pueblo siberiano donde los rebeldes trataron, en vano, de refugiarse tras la fuga del campo de concentración, una prisión forestal en la que los prisioneros se dejaban la vida talando árboles en condiciones brutales a cambio de un plato de gachas. No fue la primera ni la única evasión del Gulag, pero sí la que más aterrorizó a las autoridades soviéticas. Los prófugos ni se dispersaron ni se escondieron en la taiga; muy al contrario: se armaron y plantaron cara a las milicias del NKVD.

El cerebro del levantamiento fue un prisionero común, Mark Retyunin, condenado a trabajo forzado tras haber robado un banco. Cuando se produjo la rebelión llevaba diez años en Siberia y su situación era relativamente privilegiada en el campo. Los guardias le apreciaban y le habían encomendado la labor de dirigir las cuadrillas de trabajadores. Retyunin era de los pocos presos comunes que se dejaban la vida en los bosques; casi todos sus compañeros de presidio eran presos políticos provenientes de la Rusia occidental y condenados a la reeducación por la vía del trabajo.

Los presos políticos eran los que peor lo pasaban en el Gulag. Los capitostes les asignaban los peores trabajos en los lugares más insufribles, los situados por encima del Círculo Polar Ártico: allí, la esperanza de vida se cifraba en meses. En invierno la temperatura bajaba hasta los treinta bajo cero, y una oscuridad penetrante que duraba varios meses se ceñía sobre la región. En verano la tundra se convertía en un intransitable cenagal plagado de insectos. En sitios así las alambradas no eran necesarias porque, simplemente, no había posibilidad de escapar con vida.


Retyunin, sin embargo, tenía un plan que, a pesar de su buena disposición para con los amos, había ido madurando con los años. Primero liquidaría a los guardias rojos apoderándose de sus armas, luego tomaría el cercano pueblo de Ust-Usa y allí se atrincheraría con el resto de presos. El ejército no podría intervenir porque se encontraba en plena desbandada; además, su plan era rebelarse en pleno invierno, cuando las comunicaciones de Ust-Usa con el resto de Rusia quedaban interrumpidas.

La noticia del levantamiento no tardaría en ir saltando de campo en campo a través del inmenso archipiélago de Vorkutá. Como había muchos más prisioneros que guardias, era una cuestión de tiempo que toda la provincia de Komi se declarase en rebeldía sin que Moscú, sitiada por los alemanes, pudiese hacer nada para impedirlo.

El 24 de enero dio comienzo la rebelión. Se eligió ese día porque caía en sábado y los guardias acostumbraban a bañarse todos juntos en un barracón. Uno de los conjurados, un chino de nombre Lu Fa que trabajaba en los baños, cerró la puerta y avisó al resto para que se hiciesen con las armas y los uniformes, que incluían botas de invierno, sin las cuales era impensable adentrarse en la taiga. Retyunin coordinó la operación. Ya debidamente armado, asaltó el almacén principal y se hizo con provisiones y munición. Una hora después, el campo de Lesoreid había caído. La mitad de los prisioneros, unos 100, se unió al motín.

El grupo caminó hasta Ust-Usa. Una vez allí tomó la estafeta de correos, donde se encontraba la estación de radio, y cortó las comunicaciones. Ese fue el primer error que cometieron. Acto seguido tomaron al asalto la cárcel del pueblo y liberaron a sus prisioneros después de matar a los guardias que la custodiaban. Ese fue su segundo error. Les quedaba por hacerse con el cuartel de la milicia, bien pertrechada y cuyos miembros sabían que, de rendirse, lo que les esperaba era un tiro en la nuca. Los milicianos resistieron toda la noche en una batalla que se cobró varias vidas entre los amotinados. Los rebeldes carecían de artillería y no eran suficientes para conquistar el cuartel.

Los aldeanos, espantados por la fiereza de los rebeldes y temerosos de la reacción de la Cheka, huyeron al bosque y avisaron a las autoridades desde una emisora que el ejército tenía escondida. Una vez al corriente de lo sucedido, la NKVD puso toda la carne en el asador y envió un nutrido contingente militar para retomar el pueblo. Retyunin ordenó abandonarlo y buscar refugio en el bosque. Los rebeldes llegaron a un pequeño asentamiento maderero equipado con radio, donde se enteraron de que la milicia les seguía los pasos. Se internaron de nuevo en la taiga y buscaron refugio en una granja de caribúes.

El NKVD los encontró allí tres días después. Se produjo entonces un sangriento choque entre los abetos nevados. Una treintena de insurrectos consiguió salir con vida del enfrentamiento con los milicianos, que llegaban en manadas, bien comidos y provistos de munición. La única opción era internarse aún más en los bosques congelados, donde tendrían alguna oportunidad de sobrevivir, aunque fuese comiéndose los unos a los otros, como solía ocurrir en ciertas fugas de los campos siberianos. La técnica consistía en formar un grupo de tres para escaparse. Uno de ellos, sin saberlo, sería la comida de los otros dos. En el argot del Gulag, al tercer hombre se le llamaba "suministro andante". Así de brutal e inhumano llegó a ser el paraíso comunista soviético.

Los supervivientes de la sublevación de Lesoreid consiguieron esquivar a los milicianos durante meses, incluso ganaron nuevos adeptos huidos de los campos, pero las fuerzas flaqueaban y el cerco se estrechaba. Con la llegada de la primavera, la NKVD redobló sus esfuerzos, llenando la región de Vorkutá de hombres armados con la orden de disparar. Fueron abatiéndolos uno a uno, como a animales. Si los cogían con vida, los milicianos se entretenían mutilándolos hasta la muerte; luego los ponían en piras de leña y les metían fuego.

Con la idea de obtener información, los agentes de la Cheka ordenaron capturar vivos a algunos. Los detenidos fueron sometidos a meses de torturas y eternos interrogatorios, que solían terminar en el paredón.

En agosto la rebelión se dio por sofocada. Mark Retyunin se suicidó de un tiro en la sien antes de entregarse. El resto murió de hambre, frío y privaciones en la taiga o acabó en manos de los milicianos. Sólo sobrevivieron 19, que fueron machacados en las celdas de castigo y luego enviados de vuelta a los campos, donde morirían poco después.

Ninguno vivió para contarlo. No se supo nada de la rebelión de Ust-Usa hasta la desclasificación de los archivos de la KGB, medio siglo más tarde. Casi nadie ha mostrado interés en esta increíble historia de heroísmo y lucha por la libertad. Los rusos, con toda lógica, se avergüenzan de episodios como este. Los occidentales miramos para otro lado, no vaya a ser que se ponga en duda la honorabilidad de la hoz y el martillo, símbolo imperecedero del crimen de Estado, el culto a la ideología y el asesinato premeditado y sistemático de gente inocente. Una amnesia colectiva que hace buena aquella respuesta que el infame dramaturgo comunista alemán Bertolt Brecht dio al filósofo Sydney Hook:

Cuanto más inocentes son, más merecen morir.

Libertad Digital - Suplementos
08.06.2011


lunes, 8 de abril de 2013

'Laogai': el agujero negro del maoísmo




Fernando Díaz Villanueva

El más extenso y poblado de los sistemas penitenciarios de la historia no fue el Gulag, aquel inmenso archipiélago de campos de concentración creado por la policía política soviética bajo el patrocinio de Stalin, sino el Laogai chino.

Por los campos del Gulag pasaron unos 14 millones de personas, la mayoría durante la última década del estalinismo; de ellas un millón y medio murieron en cautiverio o a causa de él. Para cuando el Gulag entró en crisis terminal, a principios de los años sesenta, el suyo se antojaba un récord difícil de superar. Pero no, justo en ese momento la China de Mao, que andaba de estreno revolucionario, tomó el relevo y fulminó todos los registros criminales de los camaradas soviéticos. En los campos de la China Popular, bautizados por el régimen como Laogai –que en chino significa "reeducación mediante el trabajo"–, el número de reclusos se multiplicó por cuatro, hasta superar los 50 millones. Casi la mitad, unos 25 millones, perecieron en ellos víctima del hambre, las enfermedades, el trabajo agotador, las condiciones infrahumanas de vida y las ejecuciones.

A lo largo del medio siglo de historia del Laogai se abrieron más de mil campos de trabajo y varios centenares de centros de detención, que operaban como antesala de los campos principales. Estaban repartidos por todo el país, aunque los jerarcas siempre tuvieron predilección por regiones remotas y desérticas como el Tíbet, Manchuria o Qinghai, una enorme y deshabitada región equivalente en superficie a dos veces Italia que terminó conociéndose como "la provincia penitenciaria".

A diferencia de los campos soviéticos, los Laogai no se concibieron como centros de mero castigo, que también, sino como lugares de internamiento para la rehabilitación ideológica a través del trabajo. Mao sabía que, tras las experiencias nazi y soviética, la palabra campo tenía muy mala prensa en el resto del mundo. Eso, y las peculiaridades de la cultura local, le llevó a crear un sofisticado sistema penitenciario en el que no había condenados, ni siquiera detenidos, sino ciudadanos cuyas convicciones revolucionarias flojeaban y a los que había que reformar y reeducar para beneficio de toda la sociedad.

Al campo se iba por cualquier cosa: denuncias anónimas, purgas dentro del partido, pequeños robos...; la cuestión no era ser o no culpable, sino tener la mala suerte de caer arrestado. La lógica del maoísmo era implacable. En el momento en que alguien era detenido pasaba automáticamente a ser culpable, y no al revés. No tenía la menor posibilidad de demostrar su inocencia. La maquinaria del Estado, que en el caso chino superaba con creces la inmarcesible frialdad de la apisonadora soviética, aplastaba cualquier atisbo de garantía jurídica.

Los detenidos estaban obligados a inculparse y a redactar su propio acta de acusación. Todos lo hacían. La policía disponía de todo el tiempo del mundo y de variados instrumentos disuasorios, como la privación del sueño, inacabables interrogatorios o el encierro en tenebrosas celdas de castigo, donde se ablandaba al reo mediante hambre y sed. Tras la autoinculpación llegaba el traslado al campo, donde el culpable habría de permanecer por un tiempo indefinido, hasta que fuese totalmente reeducado y se le pudiese reintroducir en la feliz China socialista.

Existían campos de tres tipos. Los jiuye eran campos especiales de trabajadores semiesclavos, generalmente víctimas de deportaciones, que cobraban un pequeño sueldo, con el que pagaban luego su comida y su alojamiento. Por encima de ellos estaban los laojiao, campos de reeducación temporales a los que iban a parar los infractores de normas administrativas. El último y más numeroso escalón penitenciario eran los Laogai, campos de trabajo en toda regla inspirados en los del Gulag soviético. Con algunas excepciones, ninguno de los campos era oficialmente un campo. El régimen se encargaba de ocultar el crimen tras denominaciones comerciales. Así, era muy usual que los campos fuesen fábricas o granjas estatales que, desde fuera, parecían eso mismo. De este modo Mao presumía en el extranjero de no tener apenas presos políticos, sino "estudiantes" y "trabajadores" que profundizaban en el conocimiento teórico del socialismo.


La columna vertebral del sistema eran los Laogai, en los que los carceleros comunistas pusieron todo su esmero. Aspiraban a construir un modelo perfecto de prisión mediante la anulación del individuo. El preso estaba allí para trabajar todas las horas que fuesen posibles, al tiempo que recibía un intenso lavado de cerebro por parte de una categoría especial de guardianes que cuidaba de la ortodoxia ideológica. Los reclusos estudiaban hasta memorizar las obras del Gran Timonel y tenían que escuchar diariamente el comentario de las noticias que salían en el Diario del Pueblo, órgano oficial del Partido.

Mao fijó "cuatro principios de base", que debían ser de curso obligatorio en todos los centros: el marxismo-leninismo, la fe en el maoísmo, la fe en el Partido y la dictadura democrática del pueblo. Estos principios constituían las "ideas justas" que llevarían al "criminal" por la "buena dirección". No se podía hablar de otra cosa. Temas de conversación como la familia, la comida, el deporte o el sexo estaban terminantemente prohibidos. Si alguien era sorprendido hablando de algo que no fuese política revolucionaria era castigado severamente. Y, lo más curioso de todo, sólo en esas circunstancias estaba permitido el castigo. En los Laogai los guardias no podían torturar, agredir o insultar a los presos.

Para llegar a recrear un mundo tan orwelliano, los directores de los campos utilizaban todo tipo de técnicas aparentemente no violentas. Lo primero era obligar a caminar a todo el mundo con la cabeza gacha, mirándose los pies, a todas horas del día, hiciesen lo que hiciesen. Luego venía la anulación propiamente dicha. Los barracones estaban atestados y los reclusos no dormían sobre camas individuales, sino sobre tablones en el suelo, uno junto al otro, sin espacio propio ni efectos personales. Las letrinas se situaban lejos de los barracones, que mantenían la luz encendida durante toda la noche, mientras un capo vigilaba para que nadie cuchichease a escondidas.

Con todo, el mejor modo de lograr la completa sumisión era la alimentación. En los Laogai el hambre y las enfermedades que de él se derivan eran la primera causa de muerte. Sólo había dos comidas diarias, extremadamente escasas. No se distribuía arroz ni carne, los presos tenían que conformarse con ínfimas raciones de caldo de maíz y verdura hervida. El centro de la vida del preso era ese caldo, que recibía sólo si la sumisión era absoluta. Un conjunto de incentivos y desincentivos muy poderoso hacía el resto.

Los presos desconfiaban los unos de los otros. Si uno denunciaba a un compañero de barracón por falta de entusiasmo durante las sesiones teóricas, tenía muchas probabilidades de obtener una ración extra de caldo o, directamente, el caldo del denunciado, que habría de purgar su pena en celdas espantosas. Los calabozos eran un pasaporte directo al otro barrio. Eran cubículos mínimos, auténticos nichos verticales donde el condenado apenas podía tumbarse y permanecía esposado con las manos a la espalda, haciéndose sus necesidades encima y comiendo como un animal agachado en el suelo. Una condena en el calabozo que superase los seis o siete días significaba la muerte, una muerte a cámara lenta en un campo en el que estaba prohibida la tortura y que, de puertas afuera, no existía más que como una granja especial. El colmo del sinsentido.

La alienación alcanzaba niveles tan angustiosos, que los Laogai se convirtieron en auténticas ciudades zombi, cuyos habitantes, vestidos con andrajos –ya que no se les entregaba ropa ni calzado–, trabajaban hasta dieciocho horas seguidas en campañas de autosuperación que los oficiales denominaban "lanzamiento del Sputnik". No había días de descanso, más allá de las jornadas festivas designadas por el Partido, y que se dedicaban íntegramente al lavado de cerebro mediante interminables peroratas teóricas sobre los logros del socialismo.

En 1990, tras la caída del Muro de Berlín y el ocaso del socialismo real en Europa del Este, las autoridades chinas decidieron suprimir el desgastado término Laogai por el de prisión. Sólo cambió el nombre, el modelo se mantuvo hasta 1997, cuando se anunció que estás cárceles para los cuerpos y las mentes iban a ser clausuradas. Pero los Laogai se resisten a morir, se calcula que entre seis y siete millones de personas siguen confinadas en campos de trabajo forzado, todos en la región del Tíbet. En Occidente, hoy como ayer, nadie dice nada. El comunismo sigue teniendo bula.

Libertad Digital - Suplementoss
Madrid, 11.04.2012


miércoles, 3 de abril de 2013

24 de Marzo: Día Nacional de la Desmemoria, la Mentira y la Injusticia

La ocultación del pasado terrorista de la izquierda argentina comienza desde la infancia



Jorge Fernández Zicavo

Los aniversarios del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 que el régimen Kirchner celebra bajo el cínico lema Día Nacional de la Memoria, por la Verdad y la Justicia, son propicios para recordar las razones que desencadenaron aquella contraofensiva del Estado, apoyada por una abrumadora mayoría de ciudadanos y por todos los partidos políticos, incluido el Comunista, contra la subversión marxista que desde 1969 venía ensangrentando Argentina con una guerra revolucionaria escalonada en cuatro fases:

- Operaciones terroristas con pequeñas unidades guerrilleras.
- Operaciones militares con un Ejército guerrillero regular.
- Aniquilación del Ejército Argentino.
- Proclamación de una República Socialista con régimen de partido único.
Es decir, la estrategia revolucionaria que llevó al poder a Mao Tse Tung, Ho Chi Min y Fidel Castro.

Aunque suele decirse que la Historia la escriben los vencedores, en este caso ocurrió exactamente lo contrario.
Debido a causas políticas y culturales que comenzaron a generalizarse en todo Occidente durante la década de 1930 (la metástasis académica del marxismo en las 'ciencias sociales' y particularmente en Historia), el relato o narración de aquella guerra revolucionaria transcurrida entre abril de 1969 y noviembre de 1979, fue escrito por los vencidos; sobre la base argumental de que el régimen militar no tuvo como objetivo aniquilar a la izquierda terrorista, sino a la clase obrera y sus sindicatos, columna vertebral de un fantasmagórico “bloque nacional y popular”

Este demagógico slogan que alude a un sujeto mítico denominado "pueblo", supuestamente elegido por alguna olímpica deidad pampera como guardián de las reservas espirituales de la nación, y que estaría empeñado desde la independencia de las Provincias Unidas del Sur en una batalla contra la “oligarquía” cipaya asociada a los intereses económicos de las potencias imperialistas, fue concebido para camuflar semánticamente el clásico principio marxista de la lucha de clases entre proletariado y burguesía. A su vez, como síntesis de esta transustanciación mística entre pueblo y nación, nacería el segundo slogan “Patria sí. Colonia no”. Otra alucinada fantasmagoría sobre una supuesta República Argentina que para el pensamiento mágico de la izquierda sería una… ¡colonia!

Demás está decir que este constructo argumental o fantástica interpretación de aquel golpe de Estado, está destinado a negar una verdad histórica documentada hasta la saciedad: la responsabilidad de la izquierda en tres tragedias nacionales que jamás podrá borrar de su biografía:

1- El inicio de una Guerra Civil Revolucionaria (ERP) o Guerra Popular (Montoneros), para implantar una Patria Socialista gobernada por un Partido Único y representativo del Poder Popular. Una decisión no condicionada por la situación social y política argentina sino por la Conferencia de la OLAS celebrada en agosto de 1967 en La Habana y clausurada por Fidel Castro, en la que la izquierda latinoamericana decidió iniciar una guerra revolucionaria continental que hiciera de la Cordillera de los Andes una gran Sierra Maestra como la cubana. A la delegación argentina se le asignó crear los sectores 1, 2 y 8 de un Ejército de Liberación Nacional que sería mandado por el Che Guevara, quien entonces ya estaba operando en Bolivia al frente de 16 militares cubanos y 30 comunistas bolivianos y peruanos.
La gestación de la guerra revolucionaria en Argentina ha sido detallada más extensamente en otro Post de nuestro Blog.

2- El gravísimo delito de Sedición configurado por su alzamiento en armas contra las Fuerzas Armadas de la Nación. Por otra parte, el hecho de que las organizaciones armadas marxistas hayan operado indistintamente bajo gobiernos civiles-constitucionales y militares-dictatoriales, constituyó una declaración de guerra al principal Sujeto de la soberanía nacional: el pueblo votante de esos gobiernos constitucionales agredidos, bajo cuyos mandatos los “jóvenes idealistas” que “luchaban por la libertad, la democracia popular y la justicia social” desencadenaron sus mayores oleadas terroristas contra la población civil; y sus más espectaculares ataques a unidades de las tres Fuerzas: Guarnición de Azul, Fragata “Santísima Trinidad”, Hércules TC-64, Regimiento de Infantería de Monte 29º en Formosa y Batallón de Arsenales 601º en Buenos Aires.

3- Los 816 civiles y miembros de las fuerzas armadas y policiales que asesinaron durante su “guerra sucia”: víctimas del terrorismo contra el Estado cuya existencia las hipócritas organizaciones izquierdistas de Derechos Humanos se niegan a reconocer. (Cifra computada en nuestros archivos, pero calculamos que podría haber otras 200-250 víctimas mortales más).

Las citadas causas políticas y culturales que hicieron posible una pandemia de libros de Historia “militantes” sobre las grandes batallas entre izquierdas y derechas a lo largo del siglo XX (especialmente, respecto a la Guerra Civil Española), pueden resumirse en dos fenómenos con raíces psicológicas y culturales:

1- La infiltración del marxismo en las universidades de las naciones occidentales merced al paradigma del materialismo histórico: “la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases por la propiedad de los medios de producción”. Este proceso fue posible gracias al impacto que la utopía marxista produjo en los intelectuales liberales, en los años en que la Rusia soviética comenzaba a estabilizarse y ofrecerse como “la patria de los trabajadores” que crearía sobre la tierra un “hombre nuevo” no alienado por la explotación capitalista. El ejemplo más espectacular de estas “conversiones” fue el de los cinco catedráticos y alumnos de la aristocrática Universidad de Cambridge reclutados por el espionaje soviético. Demás esta decir, que el adoctrinamiento marxista de estudiantes que luego serían profesores, puso en marcha una interminable dinámica reproductiva.

2- La pasividad suicida con que las derechas permitieron esa infiltración y copamiento de las universidades y de todos los ámbitos culturales, hizo posible un desplazamiento de las clases medias hacia la izquierda que algunos creemos irreversible.

Este es el contexto en el que la izquierda argentina, desde 1984, pero especialmente desde 2003 gracias al dinero público aportado por los antiguos montoneros Kirchner, viene escribiendo su fantástico y amnésico relato histórico sobre la década de los setenta; fundando decenas de mafiosas ONGs defensoras de los derechos humanos en las que entran con magníficos salarios sus familiares y amigos; despreciando a las víctimas asesinadas por sus camaradas terroristas de ayer; y encarcelando de por vida a los militares y policías que cumpliendo lo ordenado por un gobierno constitucional aniquilaron al terrorismo contra el Estado y la sociedad. Que luego las Fuerzas Armadas derrocaran aquel gobierno inepto y corrupto para poder dirigir con eficacia y total autonomía la guerra contrarrevolucionaria, obviamente convirtió a los sucesivos gobiernos militares en ilegales desde el punto de vista político; pero su accionar contra la subversión marxista armada fue totalmente legal, pues se limitaron a continuar las operaciones de aniquilación iniciadas un año antes por dos Decretos del Poder Ejecutivo anterior (febrero y octubre de 1975), ratificados por las dos cámaras del Congreso de la Nación.

Pero el relato izquierdista repetido sistemáticamente desde la edad escolar ha alcanzado tal grado de difusión y arraigo social, está hasta tal punto consagrado por la corrección política como Pensamiento Único, que resulta impensable la posibilidad de poder debatir la década del setenta en los Medios; y no digamos en la televisión.