viernes, 24 de mayo de 2013

Testamento político del General Jorge Videla



Ante el reciente fallecimiento del ex Teniente General y Presidente de la República Argentina, Jorge Rafael Videla, rescatamos del olvido un documento de gran relevancia histórica.

Se trata de la declaración que el general leyó en la ciudad de Córdoba el 16 de septiembre de 2010 en un tribunal kirchner-montonero. Asimismo, las palabras del coronel Nicolás Rodriguez Peña que el acusado citó, constituyen el más preciso Epitafio que pudiera escribirse para resumir la tarea o misión que la historia asignó a las Fuerzas Armadas, y al general Videla en particular, en la compleja y trágica década setenta del siglo XX.
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Señor Presidente:

Con el debido respeto a su investidura, me dirijo a Ud. como Presidente de este Tribunal, pero con el deseo de llegar a mis conciudadanos y, en particular, a mis jóvenes camaradas del Ejército, que no han vivido lo que es materia de este juicio y resultan víctimas propicias para ser confundidos y engañados.

No soy yo quién debe decirle a Ud. que la indagatoria, así como su ampliatoria de la que estoy haciendo uso, son instrumentos jurídicos en beneficio del ejercicio de la legítima defensa en juicio.

Pues bien, no he venido hoy a defenderme ante un Tribunal al que ni la Constitución Nacional, ni las Leyes nacionales ni internacionales incorporadas a ella le reconocen competencia para juzgarme; menos aún para juzgarme por hechos ya juzgados en la Causa 13/84, llamada de los Comandantes, por la que cumplo injusta condena a reclusión perpetua, desde el mes de diciembre de 1985, con la accesoria de destitución e inhabilitación absoluta y perpetua.

Tampoco he venido hoy a defender a quienes fueron mis subordinados durante la Guerra interna librada por la Nación Argentina contra el terrorismo subversivo; para ello están la valentía y el coraje con que lo hacen los propios interesados, acompañados por la brillante defensa técnica que realizan sus abogados defensores casi a diario, dando ejemplo de espíritu de servicio para con sus asistidos y de solidaridad para con sus colegas; ello quedó palmariamente demostrado en el tratamiento de la Recusación al Vocal de este Tribunal Dr. Pérez Villalobos.

He venido sí, a honrar mis responsabilidades castrenses asumidas en plenitud, respecto de lo actuado por el Ejército en la guerra ya citada, ordenada por un Gobierno constitucional en pleno ejercicio de sus facultades, único caso en la región, que culminara con una victoria posibilitada por el apoyo mayoritario del pueblo argentino.

Sr. Presidente: hace ya dos meses que, en forma insistente y reiterada, venimos escuchando testimonios poco espontáneos y hasta teatralizados que, a través de una repetición sistemática de acusaciones falaces, centradas en dos de los acusados a los cuales se pretende ridiculizar con apodos y extravagancia en el vestir, apuntan en el fondo al desprestigio del Ejército, usando metodologías gramscianas.

Todos los testigos a su vez, se presentan como víctimas, cuando el común denominador que los une es haber pertenecido al terrorismo, tal como está debidamente comprobado por los antecedentes penales que se han agregado a la causa.

Finalmente, el agravio a la institución Ejército Argentino ha llegado a tal grado de insensatez, que no ha faltado quién la calificara de “asociación ilícita”. (1)

Me opongo terminantemente a tal calificativo, que presupone que la asociación ilícita pueda ser la normal relación entre el que manda y el que obedece, cuando en realidad dicha relación no puede ser otra que la subordinación.

Subordinación no es obediencia ciega al capricho del que manda. Subordinación es obediencia consciente a la voluntad del superior, en función de un objetivo que está por encima del que manda y del que obedece -en nuestro caso la legítima defensa de la nación agredida- en virtud del cual el mando deja de ser arbitrario y la obediencia se ennoblece.

No, Sr. Presidente, no podemos equivocarnos en andar buscando un Ejército bueno y un Ejército malo. Ejército hay uno solo: el de las Guerras por la Independencia; el de la Reorganización Nacional; el de los Héroes y Mártires contemporáneos; el que contó entre sus filas a mi padre y a tres de mis hijos y cuenta hoy con uno de mis nietos; el que tuve el honor de comandar; el de ayer, el de hoy y el de siempre, con sus virtudes y defectos, permanentemente al servicio de la Nación, como institución fundamental de la República.

Es a ese Ejército, al que represento en estas circunstancias, al que quiero desagraviar, denunciando una campaña sistemática de desprestigio, con vistas a su destrucción como Institución de la República, objetivo intermedio para subvertir la Nación, al mejor estilo de Gramsci.

Tal vez Sr. Presidente, valga recordar una famosa frase de Nicolás Rodríguez Peña que decía:

"Que fuimos crueles ¡vaya con el cargo! Mientras tanto, ahí tienen Uds. una Patria que no está en el compromiso de serlo. La salvamos como creíamos que debíamos hacerlo. ¿Hubo otros medios? Nosotros no los vimos, ni creíamos que con otros medios fuéramos capaces de hacer lo que hicimos. Arrójennos la culpa al rostro, y gocen de los resultados. ¡Nosotros seremos los verdugos, sean Uds. los hombres libres!”. (2)

Sr. Presidente: En tal sentido, que fuimos crueles nadie lo dude; sí, lo hicimos en el marco de crueldad que impone toda guerra por su propia naturaleza; pero no fuimos sádicos ni integramos una asociación ilícita.

Sr. Presidente: He terminado mi exposición, gracias por escucharme.
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1- El terrorista montonero Juan Gelman.
2- En respuesta a quienes condenaron el fusilamiento en 1810 del virrey Liniers y varios contrarrevolucionarios ordenado por Mariano Moreno.

Carta de Termidorianos a los Cadetes del Colegio Militar de la Nación

El Termidor argentino. Entrevista a Jorge Fernández Zicavo.

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viernes, 17 de mayo de 2013

General Jorge Rafael Videla ¡PRESENTE!



Como era previsible, tras conocerse el fallecimiento esta madrugada del preso político y ex Teniente General del Ejército Argentino Don Jorge Rafael Videla en las mazmorras del gobierno presidido por la antigua terrorista montonera Cristina Fernández de Kirchner, la izquierda que en la pasada década del '70 desencadenó una sangrienta "guerra revolucionaria contra la sociedad y el Estado" (conclusiones de la Causa 13/84) para tomar el poder y proclamar una Patria Socialista con dictadura de Partido Único, comenzó a vomitar histéricamente su patológica y obscena alegría.

No perderemos el tiempo comentando las declaraciones efectuadas por los terroristas homicidas de ayer que hoy dan lecciones de democracia y derechos humanos con su mano izquierda, mientras con la derecha saquean las arcas del Estado con una voracidad insaciable. Tampoco comentaremos las surrealistas reseñas publicadas en una prensa internacional (en particular, la española), que ignora los datos básicos de aquella década argentina. Unos y otros repiten como autistas un relato de ciencia ficción sobre fantásticos "genocidios", "campos de concentración" y "terrorismo de Estado" que jamás existieron.

Simplemente queremos rendir homenaje al comandante en jefe de un Ejército que cumpliendo lo ordenado por un gobierno constitucional, y al precio de 608 militares y policías asesinados en atentados o caídos en combate, aniquiló a una subversión marxista alentada y entrenada militarmente por la República Socialista de Cuba; marioneta de la Unión Soviética en aquellos años de "guerra fría" que anteriormente ya había abierto frentes guerrilleros con militares cubanos en Venezuela (1961), en la misma Argentina (Salta, 1963), y en Bolivia (1967) bajo el mando del Che Guevara. Tres países, por cierto, que entonces tenían gobiernos constitucionales.

Como general, y como presidente de un gobierno legitimado por todos los partidos políticos (incluidos el Comunista y el Socialista), las Asociaciones Empresariales, la Confederación General de Trabajo, la Iglesia, la Prensa, la Banca, etc., que pidieron al Ejército que tomara el poder, Jorge Rafael Videla ya figura entre los grandes contrarrevolucio-narios de la historia que frenaron la expansión del imperialismo soviético mediante una eficiente estrategia política y militar. Y con la dificultad añadida de que la guerra revolucionaria desatada por la izquierda argentina fue, y sigue siendo, la única "urbana" de América Latina y del mundo, lo cual obligó a diseñar una doctrina de guerra contrarrevolucio-naria específica que desde entonces es estudiada en todas las academias militares. Afortunadamente, el factor disuasorio que esta experiencia lega a las futuras generaciones, garantiza que la izquierda nunca más volverá a desatar una guerra civil como estrategia para tomar el poder; a no ser, claro está, que quiera suicidarse.

La apátrida y mercenaria izquierda argentina jamás le perdonará aquella demoledora victoria, pero la inmensa mayoría del pueblo le agradecerá eternamente haber aniquilado a los hijos bastardos de la Nación que osaron alzarse en armas contra ella.
Respecto a la "dictadura militar", así como en enero de 1974 el general Perón decidió "exterminar a los terroristas uno a uno... con la ley o fuera de la ley", el general Videla (y todos los altos mandos de las FF.AA.) consideró que en situaciones críticas la defensa de la Nación está por encima de cualquier ordenamiento legal, incluida la Constitución. Criterio legitimador de golpes de Estado "defensivos" que compartimos plenamente, y sobre el que existe una abundante casuística internacional desde el 458 a.c. con la dictadura del general romano Lucio Quincio Cincinato; o con la premisa de Jean-Jacques Rousseau en El Contrato Social:

En ciertos casos, la inflexibilidad de las leyes impide reaccionar ante los acontecimientos y puede causar la destrucción del Estado.


Como anticomunistas y defensores de la milenaria cultura occidental, despedimos respetuosamente al general "termidoriano" Jorge Rafael Videla y enviamos un abrazo a su familia.

Jorge Fernández Zicavo
Coordinador


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El "internacionalismo proletario" en las colonias soviéticas

Muro de Berlín, 10 de noviembre de 1989. Última de las insurrecciones nacionales contra el imperialismo soviético en Europa oriental



Fernando Díaz Villanueva

"La rebelión de los albañiles"
Checoslovaquia y Alemania, 1953

A principios del mes de junio de 1953 las fábricas de la Checoslovaquia comunista se pusieron en huelga. Pero en el paraíso de los trabajadores estaba prohibido dejar de trabajar, de modo que las huelgas terminaron en agrios enfrentamientos entre la policía y los manifestantes

En el clímax de la revuelta, horas antes de que el Ejército Rojo la reprimiese con inusitada dureza, los huelguistas de la fábrica de Skoda en Pilsen forzaron las puertas del ayuntamiento y colgaron en el balcón del alcalde la bandera de Estados Unidos. No contentos con eso, la emprendieron con la numerosa simbología comunista que inundaba la ciudad.
Hasta ahí podían llegar los magnánimos ocupantes rusos. Tras el numerito del ayuntamiento se declaró la ley marcial y los tanques soviéticos hicieron acto de presencia, ahogando en sangre los anhelos de libertad de los checoslovacos. Stalin ordenó una purga integral en los cuadros del partido comunista checo, que al día siguiente ya tenían explicación oficial para lo ocurrido. Los sucesos de Pilsen no se debían a la insatisfacción de los trabajadores, sino a una provocación por parte de agentes del imperialismo infiltrados entre la masa obrera, que, al parecer, era tonta del bote y reaccionaba como un perrito de Pavlov ante cualquier estímulo.

Lo de Pilsen no debería haber pasado de ahí, pero las noticias (especialmente las buenas) viajan a gran velocidad. Dos semanas después, a 400 kilómetros, los albañiles germano-orientales que levantaban a toda prisa los edificios monumentales de la Stalinallee (avenida de Stalin) berlinesa se bajaron del andamio. Las razones eran similares a las que, días antes, habían esgrimido sus vecinos checos. Estaban hartos de trabajar cada vez más por el mismo dinero, que, para colmo, perdía valor de un día para otro. Si eso era el socialismo, mejor se quedaban con lo que tenían sus paisanos del sector occidental, víctimas de la ley de bronce de los salarios, que, inexplicablemente, les llenaba el plato de comida, el armario de ropa y la cuenta corriente de marcos occidentales, que todos querían y para todo valían. El drama de los berlineses orientales es que tenían muy cerca el espejo donde mirarse.

Nadie, ni el SED (Partido Socialista Unificado de Alemania) ni las autoridades de ocupación soviéticas, se esperaba que pasase algo así en el mismo Berlín Este, estandarte de la Europa comunista. Y mucho menos entre los obreros de la construcción, flor y nata de la orgullosa clase trabajadora socialista, que había tomado, tras siglos de esclavitud, las riendas de su propio destino. Los albañiles de la Stalinallee, efectivamente, eran socialistas de pura raza, habitantes de los barrios obreros de la capital y votantes habituales de los partidos de izquierda desde los tiempos del káiser. Nada que ver con los comerciantes o los granjeros, miserables pequeñoburgueses atados a la propiedad y a ideas trasnochadas y ferozmente contrarrevolucionarias, como el ánimo de lucro o la libertad para moverse de acá para allá sin necesidad de informar previamente al Gobierno.

Entonces, ¿por qué los albañiles se rebelaban contra el tipo de república que, al menos sobre el papel, mejor defendía sus ideas? Por algo tan simple como las condiciones de trabajo. Walter Ulbricht, el caudillo de la Alemania Oriental, quería terminar a toda prisa las obras de la Stalinallee –levantada sobre las ruinas decimonónicas de la Frankfurter Allee– para ofrendársela a sus amos soviéticos como gesto de sumisión. Para ello decretó cuotas laborales extraordinarias que, en el caso de los albañiles, suponían un 10% de carga de trabajo extra por el mismo salario, librado en devaluados marcos orientales. Había que construir el socialismo y todos debían esforzarse, empezando por los albañiles de una avenida tan emblemática como aquella.

La revuelta duró dos días, el 16 y el 17 de junio. Durante el primero los albañiles, unos 10.000, se dirigieron en manifestación hasta la sede del SED, un gran complejo gubernamental en la Leipziger Strasse que hasta 1945 había sido el cuartel general de Hermann Göring y su Luftwaffe. Montaron allí un piquete y exigieron a gritos que saliesen los jerarcas del régimen –Ulbricht, Wilhelm Pieck y Otto Grotewohl– a darles una explicación. No salió ninguno de los tres; pero, presos de la estupefacción por lo que estaba ocurriendo en la calle, enviaron a un joven ministro, Fritz Selbmann, para que soltase un mitin a los enfurecidos albañiles.

Selbmann apeló, como buen comunista, a la solidaridad política y les prometió que revisarían las cuotas laborales, convirtiéndolas en voluntarias. En el socialismo real la palabra voluntario significa que, si no haces lo que se te pide, el aparato del Estado cae sobre ti y sobre tu familia. Los albañiles ya habían aprendido una lección tan básica y abuchearon a Selbmann, que tuvo que regresar atemorizado al interior del edificio. La manifestación se dirigió entonces a la Alexanderplatz, donde los cabecillas convocaron una huelga general nacional para el día siguiente. A fin de informar a toda la ciudad, se dividieron en dos grupos: uno se dirigió a los barrios obreros de Lichtenberg y Hellersdorf, mientras que el otro enfiló la inacabada Stalinallee hacia el distrito de Friedrichshain. Confiados, tomaron una furgoneta con megáfonos normalmente empleada para difundir propaganda gubernamental y recorrieron parte de la ciudad. Al anochecer la dejaron aparcada en un lugar visible, para que las autoridades la recuperasen intacta. En fin, eran alemanes.

Todas las alarmas sonaron en Moscú. Si no acababan con la rebelión de los plebeyos, Estados Unidos podría interceder en su favor y tratar de convertir Berlín en algo parecido a una ciudad libre administrada por el mando aliado. Y por libre había que entender libre, es decir, capitalista. Al día siguiente todo estaba preparado: de un lado, los soviéticos con sus tanques debidamente artillados; del otro, los obreros con sus pancartas.

A primera hora de la mañana la multitud tomó Unter den Linden, en una gran manifestación cuyo punto final era la Puerta de Brandemburgo. Otro grupo se dirigió a la Potsdamer Platz, donde asaltó una comisaría de la Volkspolizei (policía del pueblo o Vopo) y arrojó por la ventana los expedientes de la Stasi. A media mañana la situación se salió de madre. Los manifestantes empezaron a entonar la tercera estrofa del Deutschland über alles, elegida recientemente como himno de Alemania Occidental. Unos jóvenes se encaramaron a la Puerta de Brandemburgo y arrancaron la bandera roja de la Unión Soviética que allí ondeaba desde la conquista de Berlín. Hecho esto, se pusieron a gritar como locos "¡Queremos pan, queremos libertad!", justo lo que los comunistas les habían hurtado.

Aquello era demasiado. Los soldados fronterizos americanos asistían boquiabiertos al espectáculo. En previsión de lo peor, el mando occidental ordenó apoyar a los rebeldes prestándoles protección según cruzasen la línea. Los berlineses del Oeste, por su parte, animaban a sus vecinos o se sumaban alegremente a la algarada.

El sanguinario Lavrenti Beria, que se había desplazado ex profeso desde Moscú, declaró el estado de excepción y dio órdenes de abrir fuego a discreción. Nadie se iba a salvar. Tras caer los primeros, la masa huyó despavorida por las calles. Lejos de dejarlos marchar, los soldados rusos y los agentes de la Policía del Pueblo tenían órdenes de disparar a matar y por la espalda. Así murió el niño Rudi Schwander, de un tiro en la nuca cuando corría hacia el sector occidental huyendo de los vopos. La matanza fue espantosa. Al caer la tarde, cerca de 500 cadáveres tapizaban las calles del Berlín comunista. Otros 100 morirían fusilados en las semanas siguientes, acusados de sedición. Hubo casi 2.000 heridos y más de 5.000 detenidos, 1.200 de los cuales fueron condenados a trabajos forzados. Dieciocho soldados soviéticos fueron juzgados y ejecutados por negarse a disparar a civiles indefensos.

Piedras contra tanques y ametralladoras

La revuelta de Berlín se contagió por todo el país, ocasionando una auténtica revolución obrera en la que participaron medio millón de personas y que se saldó con más de 2.000 muertos.

Mientras todo esto ocurría, el dramaturgo Bertolt Brecht, niño mimado de la izquierda occidental, apoyaba la represión desde su lujoso apartamento berlinés. El paraíso socialista tenía un coste perfectamente amortizable en aras de un futuro dichoso e igualitario.

El 21 de junio, cuatro días después de la masacre, se reunió el politburó del SED para analizar lo ocurrido. Veredicto: todo había sido obra de "agentes imperialistas y bandidos fascistas" que actuaban instigados por Eisenhower y por la marioneta de Bonn, apelativo que reservaban para Konrad Adenauer, canciller de la RFA.

El renano denunció en todos los foros internacionales la salvaje represión soviética, y declaró el 17 de junio fiesta nacional de la Alemania libre. Para que no se olvidase nunca aquella jornada heroica, el ayuntamiento de Berlín Occidental cambió el nombre a una de las principales avenidas de la ciudad, la Charlottenburger Chaussee, por el de Strasse des 17 Juni, que es como se sigue llamado hoy. Mide cuatro kilómetros, atraviesa el centro de Berlín, alberga la columna de la Victoria y el Tiergarten y va a morir a los pies de la Puerta del Brandemburgo, el mismo lugar donde, hace sesenta años, la República de los Trabajadores asesinó por la espalda a sus propios obreros.

Sellos postales conmemorando la masacre

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14.11.2011