sábado, 21 de enero de 2012

Veinte años sin imperialismo soviético

En el famoso "octubre rojo" de 1917 ni salieron las "masas obreras" a las calles de San Petersburgo ni hubo un solo disparo. Fue un golpe de estado militar contra la República presidida por el socialista Kerensky, magistralmente orquestado por Lenin y sus bolcheviques.


Hermann Tertsch

"Veinte años después"

Fue tan rápido que muchos no entendieron lo que había pasado en Moscú aquellos días de diciembre de 1991. En plena aceleración de la historia se produjo el inmenso cataclismo. Y sin embargo, no hubo un Armagedón. La inmensa y monstruosa construcción del imperio comunista se desmoronó como un castillo de naipes sin que nadie saliera a defenderlo. En la metrópolis del fanatismo mesiánico del comunismo no quedaban creyentes. Dentro sólo había confusión y rabia. Y un sálvese quien pueda. Fuera todo era estupefacción. El hundimiento de una gran potencia mundial en tres días es difícil de entender y asimilar. Pero sucedió en ese brevísimo espacio de tiempo. En apenas 72 horas se pasó de un golpe involucionista de nostálgicos del comunismo estalinista más puro a la constitución de la Confederación de Estados Independientes (CEI) que no era sino la gestora de liquidación de bienes entre las mayores repúblicas de la Unión Soviética. Decenas de millones de seres humanos habían sido sacrificados por esa idea en Rusia y en todo el globo. Poetas e intelectuales de todo el mundo habían cantado la gesta redentora de la humanidad proletaria. Durante más de setenta años la humanidad había mirado con pasión, entusiasmo o terror hacia la cuna del mundo nuevo, de los tiempos nuevos que prometía la superación y haría olvidar toda la historia anterior vivida por el hombre. Todo era brutalidad, ambición y mentira desde un principio en una maquinaria que creció sin cesar y devoró insaciable a sus hijos y a todas las víctimas que cayeran a su alcance. La barbarie estaba en la idea inicial, combinación del desprecio asiático al individuo y el mesianismo romántico occidental. La mezcla explosiva tuvo su detonante y medio amable en Rusia y el incendio resultante se extendió sembrando el terror, la muerte y la devastación por todo el mundo.

Es obvio que la implosión fue tan súbita porque el hundimiento había comenzado mucho antes. ¿Cuándo? Quizás cuando Jruschov compareció ante el XX Congreso en 1956 para revelar algunas de las atrocidades que se habían cometido bajo Stalin. Quizás ya en las primeras hambrunas bajo Lenin cuando el carácter monstruoso y totalitario del régimen ya era absoluto e irreversible. Desde luego cuando los pueblos sometidos por el comunismo soviético en Europa se levantaron para reclamar la dignidad que formaba parte de su herencia cultural. Desde las protestas de 1953 en Berlín oriental, pasando por Budapest, Poznan y Praga, hasta llegar a Gdansk en 1980. En este último levantamiento, el mundo ya había cambiado tanto que la represión y el terror no fueron capaces de imponer un retorno a la «normalización» del yugo. La tecnología y la información del mundo libre habían ganado para entonces la guerra. Y fueron los polacos y demás pueblos de Europa central y oriental los que demostraron a Occidente que se podía vencer al monstruo. Y que era una cobardía su falta de voluntad para hacerlo. Gracias a un presidente norteamericano, Ronald Reagan, y a un Papa de Roma, el polaco Karol Wojtila, hubo coraje para vencer a lo que era una superpotencia hecha por el mal y para el mal. Así se hundió el imperio en 1989. Dos años más tarde se rompía el cascarón vacío. Fue un triunfo del bien. Porque podrá haber muchas desgracias aquí o allá. Pero es improbable un nuevo reino del terror con aspiración a la dominación mundial. Ganó la voluntad del bien. Porque perdió el miedo a enfrentarse a su enemigo. La historia del hundimiento de la URSS es todo un canto al coraje y contra el conformismo y el apaciguamiento. Aunque muchos no se acuerden.
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ABC
Madrid
27.12.2011

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Fotografía y su texto: Termidorianos