viernes, 1 de enero de 2010

Lo que América Latina puede aprender de Israel / 2

Israel: a la vanguardia en ingeniería aeroespacial, energía solar y nuclear, informática, inteligencia artificial, aceleradores de partículas, biología marítima, microcirugía, telecomunicaciones, nanoelectrónica, medicina...

Carlos Alberto Montaner

Las razones del éxito

¿Dónde radica el secreto del éxito relativo de Israel, país situado en el lugar número 23, entre Alemania y Grecia, del total de 177 que clasifica Naciones Unidas en el Índice de Desarrollo Humano?

Tal vez no sea muy difícil de entender, dado que prácticamente todos los países que ocupan las treinta primeras posiciones en el citado Índice tienen comportamientos similares, aunque sean tan diferentes como Japón, Canadá e Islandia. Si Tolstoi afirmaba que todas las familias felices lo eran de la misma manera y todas las infelices de forma distinta, es posible apropiarnos de la idea del novelista ruso y aplicarla al desempeño de las naciones:

Las sociedades exitosas son aquellas en las que la ciudadanía y los gobernantes se someten al imperio de la ley, se respetan los derechos humanos, se garantiza el ejercicio de las libertades individuales y se fiscaliza permanentemente –sobre todo a través de la prensa– a los funcionarios electos o designados.
Las sociedades exitosas son gobernadas democráticamente dentro de límites claramente establecidos por la ley, y los líderes se comportan con arreglo a ciertos estándares mínimos de cordialidad cívica que norman las relaciones interpersonales.
Las sociedades exitosas rinden culto a la meritocracia, lo que las precipita a considerar cualquier forma de favoritismo como un deleznable agravio comparativo que descalifica a quien lo lleva a cabo.
Las sociedades exitosas son sociedades abiertas, en las que el aparato productivo descansa en el sector privado y las transacciones se realizan dentro de las reglas del mercado. Son sociedades donde funciona la competencia económica, se cumplen los contratos y se pueden hacer planes a medio y largo plazo porque los derechos de propiedad están realmente garantizados y el Estado no va a atropellarlos arbitrariamente.
En estas treinta sociedades de acceso abierto, para utilizar la expresión del Premio Nobel, Douglass North, los individuos perciben una cierta sensación de fair play que les induce a creer que sus esfuerzos legítimos producirán recompensas, que las violaciones de las normas serán castigadas y que existe un sistema de justicia que les permitirá defender sus derechos cuando crean que son conculcados o cuando entren en conflicto con otros individuos o con el Estado. De ahí, de esa sensación de fair play, se deriva la vinculación emocional del ciudadano con el Estado: vale la pena defenderlo porque está a nuestro servicio y no, como frecuentemente percibimos en América Latina, en nuestra contra.

Por otra parte, hoy sabemos que el éxito de las sociedades deriva de la suma de dos capitales intangibles, más el medio social en que ambos se conjugan, a lo que se agrega la calidad de los gobiernos que administran el espacio público. Los dos capitales son el humano, compuesto por la educación de las personas, y el cívico, que incluye los valores y actitudes que perfilan el comportamiento. Es un elemento clave, además, la calidad del sistema de reglas en el que las personas interactúan, es decir, la idoneidad de las leyes y las instituciones de que disponen, y las medidas de gobierno o políticas públicas que se ejecutan con el producto de los impuestos recaudados.

También puede hablarse de capital material, acaso el menos decisivo, que se refiere a la disponibilidad de inversiones, bienes de equipo e infraestructuras con que se cuenta. No obstante, el capital material sólo puede fomentarse y sostenerse si los otros dos (el humano y el cívico) tienen suficiente entidad, si el sistema de reglas en el que estas fuerzas operan conduce al desarrollo, y si las medidas de gobierno son razonablemente acertadas. Cuando estos factores no se engarzan adecuadamente, el capital material se estanca o se destruye.

Los tres capitales

La riqueza de Israel, primordialmente, como sucede en todas las naciones técnicamente desarrolladas, está en las cabezas de sus gentes: en su gran capital humano. Por diversas razones históricas y culturales, los judíos constituyen una de las etnias que con mayor intensidad cultivan la formación intelectual. Sé que es un lugar común subrayar ese rasgo del pueblo hebreo (se ha dicho que al inventar un día, el sábado, para dedicarlo a las cosas del espíritu, comenzó a acumular capital intelectual), pero, sea cual fuere su origen, ahí está una de las claves del desarrollo económico del Estado de Israel, extremo que suele tratar de demostrarse con la impresionante lista de judíos de todas las nacionalidades que han ganado el Premio Nobel, a la que habría que agregar la de músicos y artistas notabilísimos.

La explicación es muy simple y se despliega ante nosotros casi como un silogismo: la riqueza sólo se crea en las empresas; para generar grandes sumas de riqueza es indispensable agregar valor a la producción de esas empresas mediante procesos sofisticados que requieren conocimientos y expertise; esto sólo es posible si la sociedad cuenta con un número significativo de personas bien educadas. En eso, esencialmente, consiste el capital humano. Sin él, no hay desarrollo.

Pero el capital humano apenas da frutos si no va acompañado de un gran capital cívico. Es en ese punto en el que intervienen los valores y actitudes. En sociedades en las que predominan las personas respetuosas de las reglas –las morales y las legales–, y en las que existe respeto por las jerarquías legítimas, y los ciudadanos tienen un compromiso real con la búsqueda de la excelencia, el capital humano florece.

Esto no quiere decir que en Israel, como en cualquier otra sociedad, no haya psicópatas o seres inescrupulosos que violan las leyes, o gentes que carecen de buenos hábitos laborales, pero las personas que muestran esos rasgos son percibidas con desdén por el conjunto de los ciudadanos y no son suficientes para descarrilar al país de la senda del desarrollo en que se encuentra, o para destruir los fundamentos de la convivencia.

No me gusta sonar como un predicador religioso, pero sin valores morales y cívicos sólidos las sociedades fracasan y las instituciones dejan de rendir su cometido. Lo que quiero decir es que en Israel, como en todas las naciones exitosas, hay sanción moral para los transgresores de las normas, actitud que no siempre está presente en grandes zonas de los pueblos latinoamericanos, donde el comportamiento corrupto o ilegal de los dirigentes no los invalida ante los ojos de muchísimas personas, dispuestas a tolerar esas violaciones de las normas si ellas también pueden beneficiarse.

Cuando el presidente de México declaraba, recientemente, que al menos la mitad de las fuerzas policiacas mexicanas eran cómplices de los delincuentes, estaba reconociendo algo gravísimo: admitía, seguramente muy a su pesar, que una parte sustancial de la sociedad carecía de valores cívicos y de juicio moral, porque esas docenas de miles de personas de todos los estratos y de todos los rincones del país coludidas con los delincuentes de alguna manera eran una representación transversal de la propia sociedad mexicana, en la medida en que los policías no son una casta especial de seres humanos.

La lección final

¿Qué han hecho, en suma, los israelíes? Insisto: lo mismo que la mayor parte de las naciones exitosas. Hace unos años invitaron a un parco filántropo norteamericano a dar el discurso de graduación en una universidad católica centroamericana, y le pidieron que reflexionara sobre los principios de la ética. Se limitó a repetir los Diez Mandamientos y a reducirlos a una recomendación final nada original, pero absolutamente válida: compórtate con el prójimo como quisieras que él se comportara contigo. Su discurso duró tres minutos.

Si hay una lección que podamos extraer del ejemplo israelí, es muy simple: si en medio del desierto, y luchando contra todas las adversidades, este pequeño país ha podido convertirse en el tigre semita, no hay ninguna excusa válida para que cualquier país de América Latina no pueda lograr una trayectoria similar. Pero, obviamente, para calcar esos resultados también hay que reproducir el modo de alcanzarlos. Ese comportamiento que, como a todas las familias felices a que aludía Tolstoi, caracteriza a todas las naciones exitosas. Ése es el camino. Es largo y complejo, y no hay ningún atajo que nos conduzca a la meta. Lamentablemente, ése es el secreto.

La Ilustración Liberal
Nº 40 Verano 2009

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