lunes, 21 de noviembre de 2011
Irán, la AIEA y el fin de Naciones Unidas
Óscar Elía Mañú
Como ha explicado GEES, y hoy mismo Manuel Fernández Ordóñez, hace años que Irán y los inspectores de la ONU juegan al gato y al ratón, expresión lúdica que en este caso esconde tres siniestras realidades: primero, que Irán quiere la bomba nuclear y está decidido y próximo a conseguirla; segundo, que no sólo la conseguirá, sino que la utilizará según sus intereses, ambiciones y fobias; y tercero, que todos, desde Washington a Pekín, pasando por París, Tel Aviv o Moscú, lo saben y conocen las consecuencias que para la seguridad internacional tendrá un Irán nuclear.
Ahora bien, aquí entra esa terrible ficción contemporánea, ambigua, manipulable, llamada "derecho internacional", extrapolación a las relaciones entre naciones de las relaciones estatales. Y es que en el caso iraní, el legalismo aplicado a las relaciones internacionales ha llevado, al final, a la delirante paranoia actual: la comunidad internacional conoce las intenciones iraníes y conoce las consecuencias apocalípticas que tendrán esas intenciones, pero actúa siguiendo unas reglas que Irán rechaza, y que destrozará cuando sea necesario.
Las amenazas siniestras y reiteradas de Ahmadineyad en la tribuna de la Asamblea General, dirigidas contra el orden y aún la civilización, muestran que el sistema nacido de la II Guerra Mundial llegará a su fin el día que los ayatolás presenten su bomba nuclear.
La debilidad de la ONU no es nueva, y las consecuencias de ella tampoco: su historia está llena de escándalos, debilidades y actuaciones fallidas. A las que no ha escapado la AEIA (Agencia Internacional de Energía Atómica), como en el caso del programa iraquí o coreano. Pero, y he aquí la novedad, esta vez la cosa es distinta: el caso iraní muestra, de un plumazo y de una vez por todas, las limitaciones de Naciones Unidas, y la consecuencias de la fatal arrogancia de considerarla ficticiamente garante de la ley, el orden y la paz internacional.
La colaboración y los tiras y aflojas con la AEIA y la ONU ha sido la coartada que los ayatolás han utilizado para dotarse de material, y avanzar en el enriquecimiento de uranio; y el derecho internacional emanado de ella ha sido el paraguas protector de su camino a la bomba, a los misiles y a las cabezas portadoras. Sólo el procedimentalismo onusino, y su inagotable fuente de una legitimidad moral que no le corresponde, han evitado que se pudiesen tomar medidas antes.
Todos los escándalos, todos los fracasos de la ONU palidecerán ante su definitivo fracaso iraní: aunque las advertencias vienen de lejos, por parte de think tanks, institutos y organismos nacionales y privados distintos y críticos a la AEIA, es ahora cuando el fantasma de los misiles iraníes volando por Oriente Medio ha pasado a posibilidad si no certeza, para la opinión pública occidental.
Pero ahora quizá sea demasiado tarde, sobre todo si solamente se acelera el baile previsto de inspectores, amenazas y sanciones. Frente a la determinación iraní, el sistema puesto en marcha en 1945 para asegurar la seguridad, la paz y la estabilidad colectivas ha fallado, o lo está haciendo. Y no de cualquier manera.
Ya no se trata de la amenaza directa a varios millones de judíos en Israel -única democracia en un mar de dictaduras y único país estable entre una tormenta de revoluciones- agudizada por el rearme de Hamás o Hezboláh: a fin de cuentas, Naciones Unidas se ha convertido en el principal foro antisemita del mundo, y los israelíes han demostrado que saben cuidarse solos. Pero que una democracia parlamentaria vea amenazada de manera impune su existencia por una teocracia revolucionaria como la iraní, es una inversión de los valores que han regido nuestro sistema de seguridad en el último medio siglo.
Más allá de Israel, se trata en segundo lugar de que la República Islámica de Irán está a un paso de lograr la primacía en el mundo musulmán que desde 1979 ha buscado, y que con el arma nuclear logrará de manera incontestable, alterando los equilibrios políticos desde Asia Central hasta el África Negra, en un arco geográfico en el que se golpea a todas las potencias actuales, europeas, americanas o asiáticas. Una nueva potencia mundial entra por la puerta grande: despótica y agresiva, dotada del arma nuclear, con el explícito deseo de usarla, y enfrentada a cualquier institución internacional.
Y se trata, en tercer lugar, de que cuando los ayatolás presenten su bomba nuclear en sociedad, todos en Oriente Medio se harán con la suya, en una carrera enloquecida entre monarquías árabes, repúblicas islámicas, regímenes chiíes, sunníes o pretendidamente laicos: la proliferación que en la Guerra Fría frenaron americanos y soviéticos, y que a partir de los noventa ha llenado de comités y comisiones a la ONU, la OTAN o la UE, llegará, y llegará para instalarse. Si la carrera de armamentos es peligrosa, la nuclear -protagonizada por países inestables o dictaduras- es garantía del fin del orden actual.
Así las cosas, el tiempo perdido, las dilaciones, la división en la ONU, y la incapacidad de la AIEA para cumplir con su cometido en décadas, nos han situado en un mismo escenario tres crisis que constituyen la negación del sentido de Naciones Unidas: primero, la amenaza directa a un país democrático, occidental e integrado en las instituciones internacionales; segundo, la aparición de una potencia despótica y siniestra, entre regional y mundial, contraria a todo lo que representan Naciones Unidas; y tercero, la explosión de un mundo polinuclear que rompe con el orden estratégico por ellas representado. Si el caso iraní no representa el fin del orden encarnado en las Naciones Unidas, no se me ocurre qué otro acontecimiento puede hacerlo.
Grupo de Estudios Estratégicos
09.11.2011
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