martes, 14 de agosto de 2012
Trotsky, Stalin y Lenin: el Bueno, el Malo y el Feo
Mauricio Rojas
Toda revolución tiene su mitología. La de la rusa se construyó sobre tres grandes caracteres: Trotsky, el Bueno; Stalin, el Malo, y Lenin, el Feo. Los tres son falsos y no permiten entender la verdadera dinámica que llevó a la creación del primer Estado totalitario. Pero también es falsa la idea misma del drama en que participaron: la así llamada Revolución de Octubre nunca ocurrió.
La noche del 24 al 25 de octubre (según el calendario juliano) de 1917, las tropas de asalto de la Guardia Roja bolchevique tomaron el poder en las principales ciudades de Rusia. Se llevaba así a los hechos la voluntad de Lenin, que desde septiembre venía planteado la necesidad de dar un golpe de estado aprovechando el caos reinante. Su argumento era tajante: si 130.000 terratenientes habían podido gobernar sobre 150 millones de personas en tiempos del zarismo, bien podrían hacer lo propio 240.000 comunistas disciplinados, armados y decididos a todo.
La noche del 25 de octubre se pone al Congreso de los Sóviets de Obreros y Soldados ante el hecho consumado de la toma del poder, ante lo cual la mayoría, probolchevique, nombra un gobierno provisional encabezado por Lenin. Lo que vino a continuación nada tuvo que ver con la revolución democrático-popular que se venía desarrollando desde febrero, sino que fue su opuesto radical: una contrarrevolución antidemocrática y antipopular destinada a imponer el dominio de una minoría sin escrúpulos sobre la mayoría del pueblo ruso. Las medidas tomadas lo dicen todo: el 27 de octubre se reinstaura la censura; el 7 de diciembre se crea la policía política más temible que haya existido, la Cheká, que en unos años llegará a tener ¡250 mil efectivos!; el 6 de enero se disuelve la Asamblea Constituyente, democráticamente elegida y en la cual los bolcheviques están en minoría; el 14 de enero, destacamentos armados son destinados al campo para efectuar requisas, con la orden de Lenin de "adoptar las medidas revolucionarias más extremas"; en abril, Lenin llama a ejercer abiertamente la dictadura "férrea" e "implacable" e iniciar, sin mediar levantamiento significativo alguno contra el nuevo régimen, la guerra civil contra toda oposición:
Toda gran revolución, especialmente una revolución socialista, es inconcebible sin guerra interior, es decir, sin guerra civil.
Eran los inicios de un largo proceso contrarrevolucionario que se prolongaría hasta los años 30, cuando se doblegue definitivamente a los campesinos con acciones militares francamente genocidas y se afiance el Gulag. Unos 20 millones de personas perdieron la vida a causa de la represión y las hambrunas. Nada quedó en pie de lo conquistado en el periodo revolucionario de febrero a octubre de 1917.
En suma, la Revolución de Octubre nunca existió. Lo que sí hubo fue un golpe de estado contrarrevolucionario, del cual emergió el primer y más acabado régimen totalitario que haya existido.
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Lev Davídovich Bronstein, alias Trotsky, nacido en Ucrania en 1879 y asesinado en México en 1940 por el comunista catalán Ramón Mercader cumpliendo órdenes de Stalin, ha pasado a la posteridad como un luchador idealista, opuesto a los excesos de Stalin, muerto por defender la verdadera revolución de Lenin contra la feroz dictadura de una nueva clase.
Intelectual fascinante, orador notable y gran escritor, será la atractiva antítesis del burdo Stalin y su estrella seguirá brillando con el tiempo, con esos destellos encandiladores que emanan de los mártires-asesinos estilo Che Guevara.
Se supone que el Bueno, luchador, soñador, profeta y mártir, fue bueno, es decir, humano, generoso, opuesto a cualquier violencia excesiva, amigo del pueblo, etc.
Veamos cómo hablaba el Bueno en defensa de la guillotina, un poco antes de tomar el poder:
Os digo que las cabezas tienen que rodar, y la sangre tiene que correr (...) La fuerza de la Revolución Francesa estaba en la máquina que rebajaba en una cabeza la altura de los enemigos del pueblo. Era una máquina estupenda. Debemos tener una en cada ciudad.
Este bueno comandó, como jefe del Ejército Rojo, el terror masivo durante la Guerra Civil. El 17 de agosto de 1918 enviará el siguiente telegrama secreto a Lenin, en el que se opone a la presencia de la Cruz Roja en zonas de combate:
Los pilotos de aviones y los artilleros han recibido órdenes de bombardear e incendiar los distritos burgueses de Kazán, y luego Simbirsk y Samara. En estas condiciones, la caravana de la Cruz Roja resulta inapropiada.
Su represión –marzo de 1921– del sóviet revolucionario de Kronstadt (base naval a las afueras de Petrogrado) fue terrorífica. Una de las primeras medidas que adoptó fue la toma de mujeres e hijos de los amotinados como rehenes. Cuando lanzó el Ejército Rojo contra los contrarrevolucionarios, hizo que destacamentos de la Cheká fueran en retaguardia para que liquidaran en el acto a todo aquel soldado que retrocediese.
La resistencia fue encarnizada y duró hasta el 18 de marzo. Después de la caída de la base naval, cientos de prisioneros fueron masacrados; el resto fue deportado a campos de concentración, de donde muy pocos volvieron.
El bueno de Trotsky no dudó un segundo en defender la dictadura del proletariado contra el proletariado mismo. Así se expresó, por ejemplo, en el X Congreso del Partido Comunista:
Ellos [la denominada 'oposición obrera'] han lanzado consignas peligrosas. Han convertido en fetiche los principios democráticos. Han colocado por encima del partido el derecho de los obreros a elegir a sus representantes. Como si el partido no tuviese derecho a afirmar su dictadura, incluso si está en conflicto temporal con los humores cambiantes de la democracia obrera.
Cuando se opuso a Stalin, no lo hizo en nombre de la democracia, ni de la contención de la violencia dictatorial, ni en denuncia del Terror. Todo lo contrario. Como dice su gran biógrafo, de orientación trotskista, Isaac Deutscher:
"Su acusación principal contra ellos [Stalin y sus partidarios] no era la de que actuasen con un espíritu jacobino, sino, por el contrario, la de trabajar para destruir ese espíritu (...) Y él se identificaba a sí mismo y a sus partidarios con el grupo de Robespierre".
Sin embargo, a los asesinos románticos se los perdona e idealiza, especialmente si han muerto por sus ideales. Lo que fascina en Trotsky, como en el Che Guevara, es su desenfadada convicción de estar haciendo el bien, liberando a la Humanidad de todo mal habido y por haber. Pero es justamente eso lo que los torna tan peligrosos: su finalidad deslumbrante los lleva a usar cualquier medio, a sacrificar masivamente a los seres humanos de carne y hueso para redimir a la Humanidad.
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Al Malo, en cambio, nada se le perdona. Para salvar de todo pecado a Trotsky, o a Lenin, o a Marx, o al comunismo en general, se cargan las tintas contra el Malo. Aunque no siempre fue así: hace un tiempo, el Malo era para muchos el más bueno entre los buenos. Por ello es que no fueron pocos los que a la muerte de Stalin pudieron decir, con Rafael Alberti: "Que tu alma clara me ilumine en esta noche que te vas"; o los que se conmovieron con las estrofas de la "Oda a Stalin" de Pablo Neruda:
Stalin es el mediodía,
la madurez del hombre y de los pueblos.
Stalinianos. Llevamos este nombre con orgullo...
Incluso fueron innumerables los progres, para no hablar de los comunistas, que estuvieron dispuestos a alabar a Stalin a sabiendas del coste terrible de su dictadura. Tal vez no conocían la extensión exacta de la barbarie, pero eso no era lo importante. Imbuidos de la misma visión de la historia que inspiraba a Stalin, veían la violencia ejercida como un costo necesario de la obra de liberación de la humanidad que, según ellos, habría iniciado la Unión Soviética. Por ello pudieron decir con Neruda:
Stalin alza, limpia, construye, fortifica,
preserva, mira, protege, alimenta,
pero también castiga.
Luego vino la evidencia, abrumadora y terrible, desvelada por los mismos comunistas soviéticos. Y cuando no se pudo defender más lo indefendible, entonces sí, se le convirtió en el Malo. El chivo expiatorio. El Gran Perverso.
Pero Stalin no era más perverso que Trotsky, Lenin o Marx. Todos ellos eran profetas de un mismo ideal que lleva ínsito el afán genocida en su propósito de arrasarlo todo para cambiarlo todo, en su proyecto de crear un hombre nuevo, para lo que se requiere la destrucción del hombre realmente existente.
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Nos queda el Feo, Lenin, hombre sin atractivo alguno para quien no le sea devoto, máquina intelectual con una sola pasión: la revolución. Noble hereditario, tomó el camino de la revolución siendo muy joven, después del ajusticiamiento de su hermano Alexánder por tratar de asesinar al zar. Sin embargo, esta figura tan gris ejercería una influencia demoledora sobre miles de personas.
Nadie como él fue capaz de crear una "red de agentes", como él mismo decía, tan fanáticamente entregados a su causa. Y lo hizo no con el don de la palabra y el carisma personal, como sí hizo Hitler, sino con su devastador intelecto, plasmado en interminables escritos y en su gran creación, el partido totalitario, fundado sobre un conjunto de revolucionarios profesionales totalmente entregados. Esto fue lo esencial para Lenin, poder contar con "hombres-partido", hombres que llegan a ser, como expresaría Jan Valtin en su célebre autobiografía (La noche quedó atrás), "un pedazo del partido".
Este ideal de organización, donde el individuo desaparece para amalgamarse en el colectivo, es una realización plena y genuina del ideal comunista, aquel "individuo total" de que hablaba Marx, sin intereses, derechos ni vida fuera del colectivo.
Como nadie, el Feo dio forma al ideal comunista. Hizo que miles de idealistas se inmolaran por él, convencidos de que estaban construyendo el paraíso en la Tierra. Se convirtieron todos en criminales perfectos: aquellos que matan sin remordimiento porque lo hacen en nombre de la liberación definitiva de la Humanidad.
La fe fanática explica que el Feo enviara telegramas como este del 11 de agosto de 1918, en el que da la orden de ahorcar, con fines ejemplarizantes, por lo menos un centenar de kulaks (descalificativo aplicado a campesinos acomodados):
1) Ahorquen (ahorquen de una manera que la gente lo vea) no menos de 100 kulaks (...)
2) Publiquen sus nombres.
3) Quítenles todo su grano.
4) Designen rehenes –de acuerdo con el telegrama de ayer.
Háganlo de manera tal que la gente, a centenares de verstas a la redonda, vea, tiemble, sepa, grite: están estrangulando y estrangularán hasta la muerte a los kulaks.
Quien dictó esta orden y llevó Rusia a la hecatombe de los años 1918-1922, con sus nueve millones de muertos en combates, represiones, hambrunas y epidemias, podía, sin embargo, tal como los verdugos del Holocausto, dormir tranquilo y satisfecho, ya que creía estar ejerciendo, con las palabras usadas por Hitler para definir el nazismo, la "voluntad de crear la Humanidad de nuevo".
Libertad Digital - suplementos
Madrid, 14.03.2012
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Mauricio José Rojas Mullor (Santiago de Chile, 1950)
Antiguo militante del ultraizquierdista MIR chileno. Exiliado en Suecia, obtuvo el doctorado en Investigación y ejerció como profesor adjunto de Historia Económica en la Universidad de Lund. Asimismo, fue parlamentario por el Partido Liberal.
En 2008 fue nombrado director de la Escuela de Profesionales de Inmigración y Cooperación (EPIC), de la Comunidad Autónoma de Madrid.
En diciembre se hizo cargo del Observatorio para la Inmigración y la Cooperación al Desarrollo, de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid.
Ha impartido seminarios y publicado más de 15 libros, sobre Historia Económica, el Estado de Bienestar sueco, y el fenómeno de la Inmigración.
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